Amar lo que hago
por Daniel Fresno—
—Hay una frase muy simple, pero llena de sentido —dije durante la clase de taichi chuan—: La felicidad no es hacer lo que amo, sino amar lo que hago. La felicidad no es estar en el lugar que amo, sino amar el lugar en el que estoy.
A veces uno no tuvo oportunidad de estudiar y capacitarse y no le queda más alternativa que aceptar un trabajo poco calificado. Otras veces uno tuvo el apoyo de la familia y la oportunidad de estudiar y por eso tiene más libertad para elegir una actividad afin con sus gustos. Sin embargo, no importa el trabajo que hagamos, siempre tendremos la opción de hacerlo con amor o sin él.
Hace poco descubrí un grupo que me gusta mucho: la Banda de Neal Morse. Al ver videos de sus conciertos en vivo se advierte el entusiasmo, la alegria y la generosidad de los músicos. No sólo tocan bien; se nota que son felices haciéndolo. No importa el tamaño del escenario o la calidad de las luces o si el público es escaso; ellos tocan, cantan y se divierten como si fuera la primera vez. En cambio, hay otros músicos que parecen estar mirando el reloj a ver cuánto falta para que termine el concierto. Y eso ocurre en todos los ámbitos. Hay gente que hace su tarea deseando estar en otro sitio haciendo otra cosa y eso se nota en su rendimiento, en la cara con que te atienden, sin importar el tipo de trabajo.
Hay directivos que ocupan altos cargos en poderosas corporaciones y que no son felices y están deseando que llegue la tarde del viernes para irse y dedicarse a otra cosa. Esa infelicidad que experimentan se la transmiten a los que están por debajo. Lo mismo le ocurre al que atiende la boletería del subterráneo con cara de pocos amigos y que maltrata a todo el mundo. Ni el directivo ni el tipo del subte son felices donde están, ni haciendo lo que hacen. Ambos creen que serían felices si estuvieran en otro sitio, haciendo otra cosa. Eso es pura ilusión. El que no es capaz de amar lo que hace cree que la felicidad siempre está en otro lugar.
—Como el horizonte —dijo Silvina—, que cuánto más camina una hacia él, más se aleja.
—Tal cual. Cualquier actividad, incluso las más copadas, tienen aspectos ingratos y conviene saber aceptarlos. Por ejemplo, comer es una actividad agradable. Puedo realizarla con amor, agradeciendo el alimento y el trabajo que lo hizo posible, masticando a conciencia, facilitando así la correcta absorción de los nutrientes. O puedo comer sin estar presente en el acto de la nutrición, sin saborear la comida, masticando poco y mal, pensando en otra cosa.
Pero después de comer, hay que lavar los platos. Esta actividad no tiene buena prensa, pero es indispensable. Como en el acto de comer, puedo lavar los platos con amor, conciente de que estoy haciendo una actividad que me va a permitir tener platos limpios la próxima vez que quiera comer. Puedo lavar con concentración, lo que me permitirá cumplir con la tarea de manera rápida y eficaz. O puedo hacerlo pensando en lo injusta que es la vida al obligarme a hacer algo tan poco glamoroso, o pensando en cualquier otra cosa, ausente del momento presente. En este caso, seré infeliz lavando los platos y, por la falta de concentración, es probable que rompa algo o que gaste más agua de la necesaria.
—En la panadería de mi barrio —dijo Laura— atiende una chica que siempre tiene una sonrisa amplia y amable. Yo muchas veces siento envidia de esa capacidad que tiene de sonreir mientras hace su rutina de todos los días.
—Seguramente esa sonrisa hace las cosas más agradables también para los clientes. Seguramente dan ganas de volver a comprar en esa panadería ¿no? No importa la actividad que hagamos, conviene hacerla con amor, un amor que nos involucre a nosotros y a los demás. De esta manera seremos felices y haremos del mundo un lugar un poco mejor.
Gracias por escuchar.